Marcelo Bielsa es un ejemplo puntual de que los entrenadores de este fútbol tienen prohibido perder. Sus equipos intentan manejar la pelota, ser protagonistas y llevar la iniciativa, pero en sus partidos, mientras su Athletic puso la poesía, vio cómo sus rivales cobraron los derechos de autor. Bielsa también está comprobando que, a pesar del cariño de una afición y de la liturgia de San Mamés, el fútbol de hoy no tiene paciencia para fabricar los equipos del mañana. El fútbol de hoy responde a unas claves de fugacidad que destrozan cualquier currículum. Despreciado el debate sobre qué es jugar bien y cómo se pretende hacerlo, prostituído en aras de las apetencias del periodismo (que vive del contraste entre señalar triunfadores y fracasados) y del dinero en juego, los técnicos están sometidos a un examen diario. Una derrota implica la visita de la Santa Inquisición y un día menos para ingresar en la cola del paro. Un empate otorga bula temporal de siete días, hasta la siguiente oposición. Y una victoria coloca al entrenador en una posición de privilegio, donde todas y cada una de sus decisiones y declaraciones no se discuten, porque están por encima del bien y del mal.
Así es la consecuencia directa del cliché más falso del fútbol, el que atribuye a los entrenadores la meritocracia exclusiva de cada partido. Si se gana, matrícula de honor para el técnico, un fenómeno, jugó con siete centrales pero todo está bien, porque él es el que sabe y sus ventosidades huelen a perfume. Se perdió, culpa del entrenador, es un tarado, el tipo fue un atrevido que salió con tres delanteros dando espectáculo, pero se le escapó la tortuga y todo fue un desastre. Recostado en el marcador, siempre pendiente del bolsillo y no del espectáculo, este fútbol que hoy es negocio se ha vendado los ojos para no ver más allá de sus narices, más allá del resultado. Siempre invicto, el periodismo jalea al vencedor y hace trizas al perdedor (pasando de puntillas sobre el juego desplegado), haciendo bandera de unos mensajes que, gracias a sus enorme caja de resonancia, provocan falsos debates entre la opinión pública, consiguiendo que los directivos que ficharon a sus entrenadores con un propósito, cedan a la presión y terminen olvidando, en sólo dos partidos, para qué los contrataron. De ahí que, cada domingo, se publicite un nuevo estereotipo de entrenador que ha descubierto la penicilina. Un tipo que prescinde del espectáculo, pero que garantiza resultados instantáneos y que ha descubierto una metodología innovadora y un sistema táctico infalible. Aficionados, periodistas y presidentes de los clubes, abducidos por la presunta panacea universal de estos gurús, se han entregado a la teoría del absurdo: Los partidos los ganan y los pierden los entrenadores.
El resultadismo, veletismo al poder, entraña una acitud cainita y precipita un escenario donde cualquier análisis serio queda solapado por si se ganó o si se perdió. A Caparrós, resultados excelentes y fútbol pobre, se le pedían más Muniaínes y menos Kokilis. Bielsa cumple lo que se pedía y ya está en el alambre. Además de tener que soportar repugnantes prejuicios desde que llegó (la palabra "cojones" no aparece en su vocabulario y eso provoca el rechazo del zafio paladar periodístico), Bielsa tiene que ver cómo le basurean el crédito porque dos resultados no correspondieron al mejor juego de su equipo. No es el único. Guardiola, líder espiritual del mejor Barça de la historia, tampoco es inmune a estos efluvios críticos de los profetas del resultado, que le echan en cara sus decisiones, su táctica y su alineación en Anoeta. No importa que durante los dos últimos años haya rotado de manera continua y su equipo haya ganado 12 títulos de 15 posibles con un juego admirable. Los que le señalan, en foro público, censurando "su" mísero empate a la vez que exoneran a sus futbolistas, son los mismos agoreros que profetizaban que el Barça le quedaba muy grande, porque Guardiola era un sub-producto de todo a cien, que procedía de Tercera División. Son los mismos que se sulfuran cuando Guardiola, a través de su magisterio ejemplar, explica que existen entrenadores que aman su profesión. Y que el fútbol, ayer, hoy y siempre, es de los futbolistas.
Escrito por Rubén Uría
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